viernes, 22 de noviembre de 2013

Mientras duerme



Una de las cosas que más me repiten desde que nació mi Conejita, es que debería dormir cuando ella duerme. Sin duda se trata de un consejo bienintencionado, aunque un tanto malinformado, porque en la práctica, mientras ella duerme hay un millón de cosas que tengo que hacer, como lavar la ropa, los platos, comer algo, si tengo mucha suerte, darme un baño, zurcir alguna cosa que necesite arreglo, escribir un post, y, en fin, hacer cualquier cosa que me sea imposible hacer con ella despierta y ávida de atención.

Cuando suspiro y digo que estoy cansada, no falta quien me diga que tengo que dormir cuando ella duerme (mi marido, por ejemplo), y ya que se pasan las ganas de patearlo contesto que sí, resignada. La verdad es que es difícil. Pero pese a todo, lo que más disfruto hacer mientras Amelia duerme, es mirarla dormir.

lunes, 28 de octubre de 2013

No te embaraces


¿Te preocupan las estrías, las várices, los pies hinchados, el sobrepeso? No te embaraces.

En todas las publicaciones que leí sobre el embarazo, los cambios del cuerpo parecen ser una preocupación constante, y se publican mil y un remedios para evitarlos. Pero la verdad es que hay que darlos por supuesto: si estás embarazada, vas a tener los pies hinchados como globo, van a salirte várices, vas a tener estrías, y desde luego vas a subir de peso. Y es probable que una vez que nazca tu bebé, quedarán algunas de esas marcas.

En lo personal, todo esto no me molesta. Vaya, sí que era molesto tener los pies hinchados y tener que decirle a mi marido que me ayudara a quitarme los zapatos, pero aparte de eso, no me importa, por ejemplo, tener un par de estrías en la barriga. A fin de cuentas, nadie va a mirarme la panza (aparte de mi marido), y unos kilos de más no son problema, mientras no sean un problema de salud. Lo que si me molesta bastante es leer en estas publicaciones una especie de urgencia por evitarlas, como si la estética fuera un problema mucho más importante que todo lo demás que experimenta el cuerpo con el embarazo, que es más maravilloso que problemático.

No sé si fue suerte, pero yo no tuve tantos de esos problemas, supongo que debido a que practiqué yoga durante todo el embarazo. Pero no lo practiqué por esos problemas, sino por gusto, y el hecho de que no tuve várices, ni muchas estrías, ni los pies desmesuradamente hinchados, ni demasiado sobrepeso, ni problemas de postura o movilidad, fueron externalidades positivas por la práctica del yoga. Con casi nueve meses de embarazo, subía y bajaba de los camiones como si nada, y aunque ya sentía mucho el peso en las piernas, podía todavía dar largas caminatas sin problemas.

Así que diría que sí, esos cambios que según el canon afean el cuerpo, son inevitables, pero un ejercicio como el yoga ayuda a que no sean un problema, sobre todo un problema de salud. Si te vas a embarazar, ten por seguro que tendrás estrías; si quieres un cuerpo perfecto, mejor no te embaraces y dale al gimnasio. Si en cambio, estás embarazada, practica yoga: es de lo mejor para el cuerpo (y el alma).

Por lo pronto, les dejo una rutina de yoga para embarazadas:

viernes, 25 de octubre de 2013

Cesárea necesaria


Una de las cosas que yo daba por supuesto cuando me embaracé, es que iba a parir normalmente, pero a último momento, más o menos la última semana y media de gestación, mi médico indicó con cierta preocupación que teníamos que ir a cesárea un tanto urgentemente, porque Amelia tenía un enredo con el cordón umbilical: en la ecografía se mostraba una vuelta al cuello que a la semana siguiente fueron dos, y cuando la sacaron el médico descubrió que más bien estaba toda enredada como trompo chillador.

Aunque las cesáreas son un procedimiento quirúrgico popular y bien estandarizado, no creo que haya nada natural en ser cortada al medio. Tan mal dispuesta estaba para la operación que la noche previa me dio un ataque de pánico en el súper (el médico indicó que hiciera mi vida “normal”), justo en mitad del pasillo de las galletas. Y no era para menos. La experiencia de estar más o menos sedada y más o menos atada en ese lugar frío y feo que son los quirófanos es poco menos que aterrador. No me explico cómo hay mujeres que voluntariamente prefieren eso que pasar por el trabajo de parto; yo, sin conocer lo segundo, odié tanto lo primero que mi cuerpo reaccionó con bastante furia: días después, se me acumuló líquido en la herida, así que hubo que abrir un punto y drenar por varias semanas, me dio una gastritis que ni en mis días más pesados de estudiante universitaria, y en general me sentía morir. Fue horrible.

Ahora una anécdota. Durante mi embarazo, asistí a la proyección de una peli sobre partos naturales ofrecida por una organización que los promueve acá en Jujuy: Qespikuy. Al final, hubo una especie de debate entre las asistentes, y me llamó la atención que mencionaron que la mayoría de las cesáreas se hacen en clínicas privadas, a las que obviamente tienen acceso mujeres con mayor poder adquisitivo, y quieres, es de suponerse, también tienen acceso a más información. Esa información, se supone, es que dar a luz de manera natural es mucho más beneficioso para el bebé, para la mamá, y en general para la familia. Recuerdo que Martha Sañudo, investigadora del Tec, estudiaba el fenómeno de las cesáreas innecesarias en Monterrey (decía que Monterrey es la capital mundial de la cesárea), y recuerdo que comentaba que había mujeres que la programaban en función de que el cumpleaños número cinco del bebé cayera en sábado, para poder hacerle la fiesta. Todo esto me hace alzar las cejas y pensar en muchas cosas, como que el sector de mayor poder adquisitivo no necesariamente tiene acceso a toda la información porque no quiere, eso sin mencionar que las decisiones no siempre se basan en la información disponible sino más bien en las creencias de las personas. En fin, que da en qué pensar esta cuestión.

Hasta ahí la anécdota. El caso es que odié la cesárea. Odio que tengo un agujero justo en medio de mí (ahora soy una rosquilla, ja), y recuerdo todo lo que hubo en torno a eso y quiero patear a alguien. Supongo que es para conservar el balance del Universo: después de todo, lo que más amo en el mundo (Amelia), viene de lo que más odio.

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jueves, 17 de octubre de 2013

¿Qué tienes ahí?


Más exactamente, la pregunta es “¿qué tenés ahí?”, y es la pregunta inevitable cuando la gente me ve con Amelia cargada en el fular como un cangurito. Hay quieres amplían: “¿mascota o bebé?”, y no faltan los que insisten en asomarse para cerciorarse de que se trata de un bebé y quieren ver cómo viaja. A mí ya hasta me parece normal que en una salida cualquiera, por muy cerca o lejos que vaya, al menos una persona se acerque a preguntar sobre el fular y me haga conversación al respecto.

A las que más les despierta curiosidad es a las mujeres: parece que ese es el efecto que tienen todos los cachorros, humanos y no humanos, en nosotras (de ahí que pasear un perrito sea un imán para atraer chicas, ojo solteros). Después de vernos a Amelia y a mí, concluyen que ella va muy a gusto, muy calientita, muy feliz, y sí, todo eso es verdad: a mi Conejita le encanta salir a pasear en el fular, pero además tiene otras ventajas, según me informan.

Dicen que si los bebés humanos no necesitasen ser cargados, sabrían caminar desde nacer, igual que el resto de los cachorros animales. Es decir, contrario a la creencia de que el bebé debe pasar tiempo sobre la cuna, sobre la carriola, sobre la sillita, (aunque esté morado de tanto llorar), el bebé necesita ser cargado, y por eso un fular o algún otro método de porteo son ideales. Según se dice, un bebé que es porteado (o cargado), desarrolla más confianza y seguridad en sí mismo y en su cuidador, ayuda con los cólicos, ayuda con el desarrollo de su postura, entre otros beneficios que pueden ustedes consultar aquí -> http://tinyurl.com/n2db9ux

Yo no sé si mi neurosis se debe a que mi mamá nunca me llevó en un fular, pero por las dudas, mi Conejita viajará ahí mientras me dé la espalda para alzarla, aunque todo el mundo me dice que debería dejarla llorar y no alzarla (imagino que esperan que la atienda con mi poderosa telequinesis, ja). Además, me gusta que la gente que nos ve en la calle se sorprende y, por lo menos, se sonríe. Es gratificante provocar sonrisas.

jueves, 10 de octubre de 2013

¿Bebé vegetariana o no?

Luego de hablar de mi embarazo vegetariano, y de insinuar que Amelia podría ser criada de esa forma, una de mis amigas sugirió “ojalá la dejes probar de todo y luego que ella decida”. Como es el tipo de argumento que nos echa a andar a nosotros los eticistas (especialistas en ética, lo que sea que eso signifique), me quedé pensando en eso, y ahora comparto algunas ideas, nada más porque sí.

Hay que decir que el vegetarianismo puede ser defendido desde varias posturas, y no porque necesite una defensa, sino porque en nuestros países occidentalizados la norma no es evitar los cárnicos, así que necesitamos justificar esa omisión, sobre todo ante nosotros mismos. Algunos lo defienden por que hay que tener una consideración moral hacia otros seres sintientes, y comerlos no es precisamente muy considerado. Otros, por una cuestión ecológica: la industria cárnica es la más contaminante del mundo (mi marido dirá que no, pero chequen Home y después hablamos), así que aportan su granito de arena no consumiendo carne. A mí lo que me convenció es una cuestión de salud: desde que no como carne, hace ya unos cuatro años, duermo mejor, me siento con más energía, mejoraron mi cabello y mi piel, perdí peso, y en general me siento mucho mejor. El argumento de salud a mí me convence y me hace pensar que debería criar a mi hija en el vegetarianismo por esa misma razón.

¿Qué hay con el “déjala probar de todo y que ella decida”? Cuando digo que no, que ella no va a decidir porque va a hacer lo que yo quiera porque soy su madre, etcétera, etcétera, no es porque me salga la derecha represora (como piensa mi marido), sino una cuestión lógica, más bien. Por llevar el argumento al extremo, podría preguntar: ¿Por qué no celebramos el Ramadán, el Hanukkah y la Navidad y dejamos que ella decida si quiere ser musulmana, judía o católica? Sencillamente porque no somos ni judíos ni musulmanes, somos católicos y celebramos la Navidad, y seguramente Amelia va a esperar a Santa en nochebuena. Como no me siento capaz de enseñarle a mi hija cosas que no practico o desconozco, no voy a celebrar el Ramadán y tampoco le voy a dar carne.

A nivel argumental, esa sería la respuesta lógica. Todavía no decido si Amelia será criada vegetariana, faltan algunos meses para que siquiera pueda probar alimentos sólidos, pero creo que el ejercicio mental me hacía falta: en este tipo de discusiones no se le puede ganar a un bebé de tres meses. Con los lectores es un poco más fácil.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Mi embarazo vegetariano



He descubierto que ser vegetariano, del Río Bravo para abajo, es toda una prueba de paciencia. No sólo debes enfrentarte a las miradas incrédulas de la gente a la que amablemente informas que no comes carne; debes además educarlos, diciéndoles cosas como que el jamón sí es carne, así como también el pollo. Lo más trágico es la falta de opciones en los menús de los restaurantes, y ni qué decir en las comidas con amigos y familiares, que creen que, seguramente, una comida vegetariana consta solamente de lechugas. La incomprensión hacia los vegetarianos, los nuevos parias de la sociedad posmoderna, se incrementa exponencialmente cuando estás embarazada: se asume que debes comer carne porque tu bebé necesita carne porque es así y pues ni modo.

Mi gine me mandó a la nutrióloga para que me controlara por mi vegetarianismo, y me hizo sentir como que otras embarazadas no necesitan control de su alimentación, o como si el vegetarianismo fuese contagioso y se le fuese a pegar a mi bebé. La nutrióloga, toda una incomprendedora (ya sé, marido, que esta palabra no existe, pero, ¿cómo llamarles?), cada que me veía insistía en que probara carne, “aunque sea un poquito”, como si uno pudiera ser “poquito” vegetariano. En familia, debo decir, esos comentarios son frecuentes, pero a la nutrióloga no la tengo que soportar así que por supuesto dejé de verla antes de que se acabara el primer trimestre de mi embarazo.

La verdad es que no “necesitas” comer carne, ni cuando estás embarazada, ni antes, ni después, ni nunca. Necesitas proteínas y hierro, y no nada más se encuentran en la carne. No soy una vegana talibán, así que bebo leche y como huevo para las proteínas; las leguminosas y los vegetales de hoja verde aportan mucho hierro; combinar bien los alimentos ayuda a tener todo lo que necesitas, y los suplementos vitamínicos que de todas maneras deben tomar las embarazadas complementan todo lo demás.

De sobra está decir que durante mi embarazo siempre estuve bien: no padecí para nada de anemia (lo cual es bastante común en el tercer trimestre, según me informan), y mi Conejita nació con buen peso y muy sana (incluso la dieron de alta antes que a mí cuando nació). Así que todos esos focos rojos que el médico, y mi marido, y mi familia prendieron cuando anuncié mi embarazo “vegetariano” fueron todos una faceta más de la incomprensión. Hasta ahora, esa incomprensión no se ha extendido a la lactancia (aparte de la invitación habitual a probar carne, la cual amablemente declinaré hasta que se me acabe la paciencia), pero ya la veo venir cuando sea tiempo de que Amelia diversifique su menú. Ya veremos…

miércoles, 2 de octubre de 2013

Sin tetas no hay Conejita

La idea de tener un bebé es la idealización de una realidad muy distinta a lo que uno puede imaginarse. A mí en lo personal ni me pasaban por la cabeza muchas cosas, y quizá una de ellas era la cuestión de la lactancia. Daba por sentado que había que darle la teta al bebé, pero los cómos y cuándos y por qués no se me ocurrieron nunca.

Una de las cosas que descubrí sobre la marcha es que la lactancia duele (el amor duele, dice mi marido). Duele más de lo que me imaginé (que era nada), y mucho más de lo que podría explicar (que es poco). Además, darle la teta al bebé no es tan automático como uno pensaría: aunque el bebé sabe succionar, no necesariamente sabe cómo agarrar la teta, y una no sabe exactamente cómo dársela. El proceso de aprender también duele, dicho sea de paso, sobre todo cuando todas las enfermeras del ala de maternidad vienen a apretarle a uno las tetas una y otra vez en un intento de mostrar que “sí sale un poquito”, cuando en realidad al principio no salía nada (una desventaja de las cesáreas, según me informaron).

Lo que en esas dolorosas primeras semanas me funcionó (poquito) fue la crema de caléndula para aliviar el ardor. También un implemento curioso: un protector de pezón que vende Avent y que previene el roce de la ropa, lo cual es un alivio cuando uno tiene la teta dolorida e hinchada por la succión. Pero lo que más funciona es la resignación: duele, duele, duele, pero hace bien poner al bebé a la teta porque a fin de cuentas la leche materna (poca o mucha) le aporta muchos beneficios a su salud. Es un dolor “para algo”, y me parece que la salud de mi Conejita es un algo bastante importante como para soportar el dolor.

Lo bueno es que con el tiempo, el dolor pasa, la leche fluye, el bebé come sin mucho drama y la lactancia se disfruta. Y es un momento muy lindo para compartir con mi Conejita, así que diría que el dolor "valió la pena".

martes, 1 de octubre de 2013

Hay días y días


Hay días en los que ser mamá es una delicia. Me encanta despertar por la mañana y verla dormidita, tan tranquila, a mi lado. Adoro despertarla y mirar cómo abre los ojitos y me sonríe cuando le doy los buenos días y la llamo. Me fascina pasar tiempo con ella y observar cómo se bebe el mundo porque todo le parece nuevo, como recién creado sólo para ella. Darle la teta es genial, más ahora que ha descubierto sus manitas y me acaricia las mías mientras come. Me vuelve loca de felicidad cuando se carcajea mientras jugamos, y es un deleite ponerla en el fular y salir a pasear con ella, sintiendo su cuerpecito contra el mío mientras ella mira todo lo que pasa alrededor nuestro.

Pero hay días como hoy en los que me toco una oreja y no me alcanzo la otra, porque mi Conejita, al parecer, tiene un catarro que la trae molesta y no para de llorar y ya no adivino ni qué quiere, ni cómo lo quiere, ni cuándo. Es de esos días en los que quiero llorar a la par de ella, pienso que qué diablos estaba pensado, que ser mamá es una realidad que me sobrepasa y que quiero descansar, porque mis días son iguales uno al otro y no paro, no tengo tiempo ni de cortarme las uñas (aunque sé que podría lastimarla por traerlas largas), y todo lo que quiero son veinte minutos para darme un baño y tranquilizarme, porque estoy segura de que yo la pongo todavía más histérica.

Pobre Conejita. Ojalá se acaben los días como hoy.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Soy como cualquier mamá

Soy como cualquier mamá: pienso que deberían darme aplausos de pie por haber hecho una hija tan bella. Y como cualquier mamá postmoderna, me vuelco sobre Google cada vez que tengo una duda sobre las cosas que le pasan a mi Conejita (esto, por supuesto, después de que todas mis tías, mi abuela, mi madre, mi suegra, amigas y conocidas me han dado su opinión, solicitada o no). Creo que es algo muy natural el tener preguntas y dudas, y es muy sano tratar de encontrar las respuestas en alguna parte. Pero el único consejo que he escuchado por todos lados es que seguir a mi instinto es usualmente lo mejor.

Por supuesto que esto del instinto es totalmente surreal cuando el o la bebé está berreando a las tres de la mañana, y lleva así más o menos una hora, y una siente en la espalda el peso del bebé, de la siesta que no tomó porque había que aprovechar que el bebé dormía para lavar los platos y comer alguna cosa, y del dolor de cabeza que resulta después de escuchar los adorables chillidos por tanto tiempo. En esos momentos, no hay instinto que valga, y tampoco hay consejo que sirva (porque claro, todo el que quiere ofrecerlo lo hace cuando la crisis ha pasado), y mucho menos está el buen Google, porque aunque ser mamá es aprender a hacer todo con una sola mano, un bebé histérico no es precisamente la persona más paciente y no espera a que una consulte el famoso buscador y sus millones de hits para la cuestión “mi bebé no se calla”.

En una de esas ocasiones, recuerdo haber probado de todo: le di teta, le di biberón, la paseé, la arrullé, la cambié, le canté, me callé, me paré, me senté, prendí la luz, la apagué, la tapé, la destapé, y nada, Amelia seguía histérica. Agotado el sentido común, hice lo último que se me ocurrió: la envolví apretadita como un taco y la arrullé.

Resulta que alguna vez me suscribí a algunas páginas para nuevas mamás (y no tan nuevas), y en alguna mencionaron ese recurso, pues a algunos bebés les da seguridad y tranquilidad el sentirse apretaditos, como en el útero materno. Como recordé haberlo leído alguna vez, lo hice y funcionó, menos mal.

Así que, muy bien, el instinto está bien, pero en nada duele documentarse un poco. Esas páginas especializadas traen muchísimos tips muy útiles, y prestar oídos a lo que nos dicen parientes y amigos tampoco duele tanto. Finalmente, otro buen recurso es el pediatra, si uno tiene suficiente caradura como para llamarlo por cualquier estornudo (yo no, es en realidad mi último recurso).

Por lo pronto, aquí unos sitios recomendables:

lunes, 23 de septiembre de 2013

¿Qué rayos es un fular?

Seguro más de uno de ustedes, queridos lectores, se estarán haciendo esta pregunta. Y si no, y no saben lo que es un fular, ya va siendo hora de que lo sepan. Para no usar eufemismos, diré que un fular es un pedazo de tela, larga como la vida, que sirve para amarrarse a un bebé al cuerpo. Desde luego, puesto en esos términos, suena espantoso: como una especie de tortura para dos en donde no se sabe quién lo pasa peor, si el bebé atado o uno que lo lleva cual lapa pegada al cuerpo. Pero en realidad es algo bastante adorable de ver y de usar.

La verdad, yo tampoco sabía lo que era un fular hasta que una serie de afortunadas coincidencias me llevaron a UPA Porteando Amor, en donde me contacté con Nati Gerónimo (a quien por cierto le agradezco el fular, el curso exprés para usarlo y el mantenernos en contacto para despejar mis dudas), y la idea de usar uno fue más bien de mi marido, que seguro ya no se acuerda, pero vimos a las chicas de UPA en la feria de artesanos de Ciudad de Nieva y él dijo “mira, para cuando nazca lo lleves ahí”, cuando no tenía yo ni dos meses de embarazo. Es el tipo de cosas que hace mi marido: darme ideas y luego olvidarse, porque cuando ya había nacido Amelia y yo quería un fular, le mostré un video y me dijo muy preocupado que cómo acabarían las patitas del pobre niño, amén de que le preocupaba cómo podría respirar.

En realidad, usar un fular es muy cómodo. Se adapta según va creciendo el niño, es relativamente fácil de poner (después de un par de veces en las que quedas enrollada con tu bebé como si te hubiese atrapado una araña), te deja las manos libres para hacer otras cosas sin despegarte de tu gordito o gordita, y además el bebé en cuestión va feliz, recordando cosas de antes de la vida, como por ejemplo, el trajín de todos los días que solía arrullarlo, el sonido del corazón de mamá, su aroma y su contacto.

Y además, hay muchas formas de llevarlo. Amelia y yo apenas hemos aprendido a usar un par de nudos, pero probaremos otros conforme nos sintamos más seguras. A mi conejita le encanta pasear como un cangurito en su bolsa. ¡Fue la mejor inversión, sin duda!

Aquí les dejo la galería de videos de Kangura, son muy instructivos, por si les interesa saber más sobre cómo se usan los fulares. Y ya después les contaré sobre las reacciones que provoca vernos con el fular.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Ser mamá no es fácil

Ser mamá no es fácil.
Me percato de que, en aras de comprendernos tantito mejor, debo ser más precisa.
Ser mamá primeriza de tiempo completo no es fácil.
Soy una mamá post moderna, post metafísica, post científica y post graduada (o lo seré si y cuando termine la tesis), y todo lo anterior sólo significa que estoy en mis treintas siendo mamá por primera vez, lo cual a su vez significa que no metí las patas a mis veintes, que le dediqué tiempo a una carrera que a honras de la verdad no me redituó en nada, y que me pegan las desveladas mucho más, porque, seamos francos, un cuerpo de treintaitantos no se recupera tan rápido o tan bien como uno de veintitantos, sea que se vaya una de parranda o se quede despierta toda la noche tratando de calmar el cólico de un bebé.
Aquí debería aclarar que me siento muy feliz, antes de que, mi marido y mi mamá por delante, me digan que tú te lo buscaste, era lo que vos querías, no te puedes quejar si es lo que elegiste, etcétera, etcétera, como si uno supiera qué es lo que quiere cuando lo quiere y no cuando lo tiene. Aclarado el punto de que me siento en realidad feliz con mi Conejita, déjeme, querido lector, terminar la idea que me trajo aquí en primer lugar.
Ser mamá no es fácil. Todo mundo te podrá soltar la misma diatriba: las desveladas, la angustia, la frustración, el dolor de cuerpo y de alma, valen la pena sólo por ver a tu niño o niña sonreír.
Y sí, podría decir que sí, no me malentiendan. Pero no sé por qué habría de poner sobre los hombros de mi Conejita el peso de las desveladas, la angustia y todo lo demás, si ella en realidad no tiene la culpa de ellas. La culpa no sé de quién sea, pero a mí nadie me dijo que tener que aprender a dormir en episodios de tres horas, cuando mucho, y hacer esto y aquello para calmar un cólico iba a provocarme semejante estrés. Cómo no me va a estresar, si, hasta donde yo sé, cada planta que he tenido se ha muerto, cómo no me va a angustiar cada nuevo remedio para el dolor de panza de mi Conejita –que si las gotitas, que si el masaje, que si ponla de panza, que si la mamila–. Pero bueno, sigue viva, así que creo que tampoco lo estoy haciendo tan mal, y he ahí un dato para relajarse tres minutos, antes de que vuelva a despertar.
Ser mamá no es fácil. Espero que para mi Conejita, ser hija sí lo sea.